jueves, 19 de noviembre de 2009

El 2011 se acerca Lo que no está en duda es que, si las cosas continúan su actual tendencia, el próximo gobierno del Perú volverá a estar en manos del conservadurismo. Queda por saber si esta vez nos tocará el centro-derecha o la derecha pura y dura. En el centro-derecha pragmático están Luis Castañeda Lossio y Lourdes Flores. Un gobierno de Castañeda sería lo más próximo al odriismo, aquella formación personalista que sembró de obra física el Perú con la bonanza del precio del cobre por la guerra de Corea. Castañeda y Odría tienen en común su lejanía de las ideas, su amor por el hormigón y una vena popular que sintoniza con el asistencialismo y una cierta eficacia en la gestión de los recursos. Lourdes Flores podría dar un paso al costado, pero lo más probable es que reincida en una candidatura varias veces malograda. Lourdes viene del centro-derecha institucionalista y democrático con casa matriz en la Alemania de Konrad Adenauer. La sucursal chilena de esa corriente, sin embargo, apoyó el golpe de Estado de Pinochet, con lo que vació de contenido la idea de una democracia cristiana reflexiva y centrada. El problema de Lourdes no es el programa, en el que siempre abunda. El problema es que en un país de caudillos y machomanes una mujer que propone políticas de consenso parece una rara avis. Y si su idea del liderazgo sigue siendo la de no ser explícita y clara en lo esencial, entonces será fácil que otro García la arrincone como la candidata de los ricos. En todo caso, está allí y es una carta. A menos que Cataño se entrometa con algún expediente. Keiko Fujimori es la derecha pura y dura y encarna una vieja tradición de autoritarismo y corrupción. Keiko hasta puede creer que esa “herencia” viene de su padre, pero no es así. Su padre –es cierto- elevó ese estilo a las alturas de las Torres Petronas, pero fue el enésimo episodio de un modo de entender el Estado como botín, la nación como víctima y el presupuesto como gran almacén. Todo empezó cuando la recién fundada República del Perú derogó, en 1826, la llamada “alcabala de cabezón”, un impuesto que gravaba las tierras sin cultivar y que los dueños del Perú contaban por miles de hectáreas. Con ese acto de encomenderos pasados por conveniencia a las filas de la independencia empieza la historia de la gran corrupción en el Perú. Siguió luego con el robo de las tierras comunales a manos de un ejército de criollos y notarios que fraguaron escrituras e interpretaron a su modo las leyes dadas por Bolívar (1824) y La Mar (1829). No es calumnioso decir que la República peruana fue, en lo que a propiedad agraria se refiere, una sucesión de despojos que encontró su cima en las leyes de Enjuiciamiento y de Procedimientos Civiles de 1852, usadas como arma letal –nos lo recuerda Emilio Romero- en contra de la propiedad comunal y en favor de la oligarquía latifundista. Inclusive la abolición de la esclavitud fue un capítulo manchado. En efecto, el decreto original lo dictó el muy corrupto presidente José Rufino Echenique. Ese decreto se publicó el 19 de noviembre de 1854. Enterado de eso, el jefe de la revuelta que jaqueaba al gobierno, es decir Ramón Castilla, publicó el 3 de diciembre de ese mismo año de 1854 otro decreto abolicionista pero en versión mejorada: los negros serían libres sin necesidad de pasar por el servicio militar y las indemnizaciones a sus amos serían inmediatas y no requerirían de mayores trámites. Dejamos de tener esclavos negros a partir, entonces, del astuto oportunismo de dos bandos enfrentados en guerra. No es en una columna sino en varios tomos donde cabría apenas la historia trenzada de la rapiña y la clase dominante peruana. Bastaría con recordar que buena parte de la riqueza guanera -19’154,200 pesos- sirvió como repartija de malandrines entre quienes, gracias a Echenique, “demostraron”, con una “declaración jurada de testigos” como único requisito, que el Estado les debía plata por los servicios prestados a la patria en la guerra de la independencia (¡guerra en la que muchos de estos parásitos ni siquiera habían peleado!)La instalación de Keiko en Palacio sería no sólo la continuidad de esta vieja historia sino el premio que el país le daría, como indemnización guanera, a quien hizo lo posible para disolvernos como entidad civilizada. Porque elegir a Keiko sería elegir a su padre. Y junto a su padre volverían las oscuras golondrinas de aquel decenio deshonroso. ¿Cómo miraría el mundo a un país que le entrega la presidencia a una señora cuyo programa máximo consiste en liberar a su padre, condenado por homicidio y masiva corrupción? Si las cosas siguieran como ahora, está claro que Ollanta Humala, subestimado por las encuestas, podría bordear un 20 por ciento de votos, porcentaje nada desdeñable en relación al Congreso pero insuficiente para pasar a la segunda vuelta. Y si lograse pasar, todas las encuestas apuntan a que una coalición del miedo lo derrotaría. El problema de Humala es que ya no es novedad. Lo segundo es que parece no tener una idea clara de hasta dónde debe llegar el cambio antes de convertirse en anarquía. Lo tercero es que sus asesores -consideren este plural como una cortesía porque es Tapia quien cumple ese papel- le hacen decir cosas raras, como aquella de que en el Vrae sólo hay narcotráfico, y le hacen creer que la virtud está siempre en el terreno de la exageración–cuando no de la caricatura maniquea-. Eso explica por qué Humala considera toda moderación como una ofensa. Por último, a sus carencias como personaje se suma el hecho de que Humala no ofrece una salida viable, una transición ordenada hacia los cambios cualitativos que se imponen. La idea del desborde le queda cerca. La cola de una turbamulta saqueadora lo persigue. En cuanto a Arana y Simon, pues se trata de auténticos nonatos, de modo que cualquier pronóstico resultaría tan precoz como lo son sus campañas. Arana, sin embargo, no es el iluminado y multitudinario arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero. Y Simon tiene, políticamente hablando, el aspecto de una libra de plastelina puesta sobre una torta de gelatina color fresa. En relación al Apra, todo depende de los petroaudios. Si Jorge del Castillo sale judicialmente chamuscado pero no incinerado de sus proximidades con Canaán –que son, de por sí, un golpe muy duro a su reputación-, se perfilaría como el único candidato de peso en el partido gobernante. ¿Le permitirá García esa candidatura? Está por verse. Y de darse, ¿llegaría a ser importante?Hay mucho pan que rebanar, pero lo cierto es que Del Castillo, en todo caso, está en el campo del centro-derecha y podría ofrecerse como una suerte de “continuidad con algunos ajustes” –un libreto que será el marco programático de todos los candidatos de ese campo-. ¿Surgirá alguien que encarne la seriedad, la decencia y la valentía para reformular parte del modelo actual y lograr esto con la mayor de las anuencias y sin producir una hecatombe económica?Siempre es posible un milagro. Mientras tanto, y por ahora, resignémonos a que las derechas continúen en el poder. Las izquierdas se lo han buscado. Cesar Hildebrandt Fuente : La Primera

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